El presidente Donald Trump dejó numerosas pistas claras de que trataría de destruirlo todo antes abandonar la Casa Blanca. Las pistas están en toda una vida en la que se ha negado a admitir derrotas. Abarcan una presidencia macada por una retórica cruda, furiosa, teorías de conspiración y una suerte de camaradería con “patriotas” de las filas de extremistas de derecha. Las pistas aumentaron a la velocidad de la luz cuando Trump perdió la elección y se negó a admitirlo.
La culminación llegó el miércoles, cuando partidarios de Trump, exhortados por el propio presidente a acudir al Capitolio y “pelear con pasión” contra una elección “robada”, ocuparon el edificio en una confrontación violenta que dejó muertos a un policía del Capitolio y otras cuatro personas.
La turba llegó tan envalentonada por la retórica de Trump que muchos participantes usaron plataformas de video en vivo para mostrarse destruyendo el lugar. Pensaban que Trump los iba a respaldar. Después de todo, se trataba de un presidente que, al reaccionar a un revelado plan de ultraderechistas de secuestrar el año pasado a la gobernadora demócrata de Michigan, respondió: “Quizás fue un problema, quizás no”.
A lo largo de su presidencia y de su vida, demostrado por sus propias palabras y acciones, Trump odió perder y no lo admitió cuando eso sucedió. Presentó bancarrotas como éxitos, tropiezos en el cargo como grandes logros, la mancha de un juicio político como el acto de heroísmo de un mártir.
Entonces llegó la derrota más grande: la elección y, con ella, maquinaciones desesperadas que muchos políticos compararon con las prácticas de “repúblicas bananeras” o del “Tercer Mundo”, pero que fueron totalmente estadounidenses en el ocaso de la presidencia de Trump.
A menudo con un guiño o un asentimiento en los últimos cuatro años, a veces más directamente —“los queremos”, dijo a la turba en el Capitolio— Trump hizo causa común con elementos marginales deseosos de brindarle apoyo a cambio de recibir sus respetos.
Eso formó una mezcla combustible en el momento en el que había más en juego. Los elementos se habían estado sumando a plena vista, a menudo en mensajes a través de Twitter. El viernes, Twitter canceló la cuenta de Trump, negándole al presidente su megáfono favorito, “dado el riesgo de nuevas incitaciones a la violencia”.
“Me gustaría poder decir que no pudimos avizorarlo”, dijo el presidente electo Joe Biden del ataque al Capitolio. “Pero no es cierto. Pudimos avizorarlo”.
Mary Trump lo vio desde su ventaja única como sicóloga y sobrina de Trump.
“Es una emoción muy vieja que él nunca ha sido capaz de procesar desde que era un niñito: aterrorizado de estar en una posición perdedora, aterrorizado de ser responsabilizado por sus acciones por primera vez en su vida”, dijo Mary Trump a la PBS una semana después de la elección.
“Está en posición de ser un perdedor, lo que en mi familia ciertamente… era lo peor posible”, dijo. “Así que se siente atrapado, desesperado… cada vez más furioso”.
Los problemas postelectorales eran previsibles porque Trump básicamente había dicho qué sucedería si perdía.
Meses antes de que se depositara el primer voto, Trump dijo que el sistema estaba manipulado y que los planes para las votaciones por correo eran fraudulentos, atacando el proceso tan incesantemente que pudiera haber perjudicado sus propias posibilidades al desalentar a sus partidarios de votar por correo. Trump declinó garantizarle al país que respetaría el resultado, algo que ni siquiera se le ha pedido a otros presidentes.
No hubo evidencia antes de la elección de que sería manipulada ni evidencia después de un presunto fraude masivo ni errores enormes que Trump y su equipo legal argumentaron en numerosas demandas que jueces, nombrados por republicanos, demócratas o el propio Trump, rechazaron sistemáticamente, a menudo llamándolas absurdas. La Corte Suprema, con tres jueces colocados por Trump, también rechazó el argumento.
Pero ni eso no lo disuadió.
“Odio la derrota”, dijo en un video en 2011. “No puedo soportar la derrota”.
Pero al final el resultado electoral lo dejó sin más recursos, a excepción de su base de seguidores, que tampoco podían soportar la derrota.
Es largo el historial de Trump de respaldar teorías de conspiración falsas y a menudo racistas con raíces en la ultraderecha.
Ha respaldado a los seguidores de QAnon, una enrevesada teoría de conspiración a favor de Trump, diciendo que él no sabía mucho de sus promotores, “aparte de que entiendo que me quieren mucho” y de que “está ganando popularidad”.
QAnon se centra en un supuesto funcionario anónimo de alto rango en el gobierno conocido como “Q” que comparte información sobre un supuesto “Estado profundo”. El FBI ha advertido que los extremistas impulsados por teorías de conspiración, como QAnon, son amenazas terroristas.
En 2017, Trump culpó a “ambas partes” por la violencia fatal en Charlottesville, Virginia, sitio de un choque entre grupos de supremacistas blancos y quienes protestaban contra ellos. Dijo que había “buenas personas” en ambos lados.
En un debate con Biden, Trump se negó a criticar a los neofascistas Proud Boys. En lugar de ello, Trump dijo que el grupo debería “mantenerse alejado y estar preparado”. Ese comentario causó una tormenta y un día después, Trump trató de dar marcha atrás.
Trump no condenó tampoco las acciones de un joven acusado de matar a tiros a dos personas y herir a una tercera durante protestas en las calles de Kenosha, Wisconsin, en el verano. Kyle Rittehouse se declaró inocente de los cargos.
En octubre, el mandatario decidió no criticar a las personas que planeaban secuestrar a la gobernadora de Michigan, la demócrata Gretchen Whitmer.
“Cuando nuestros líderes se reúnen, alientan o fraternizan con terroristas nacionales, legitiman sus acciones y son cómplices”, opinó Whitmer. “Cuando alientan y contribuyen al discurso de odio, son cómplices”.
Para Mary Trump, la forma de la derrota de su tío ayudó a sentar el escenario para la toxicidad que ella dijo en noviembre que ocurriría.
Los republicanos en las contiendas por el Senado y la Cámara de Representantes tuvieron mejores resultados que él, haciendo más grande la minoría en la cámara baja y reteniendo su mayoría en el Senado, hasta que la segunda vuelta por los dos escaños de Georgia inclinó la balanza hacia los demócratas.
Su derrota el 3 de noviembre fue solamente suya, no del partido. “Así que no puede culpar a nadie más”, dijo su sobrina. “Creo que él está probablemente en una posición de la que nadie puede ayudarle a salir emocional y sicológicamente, lo que va a emporar las cosas para el resto de nosotros”.
Y lo peor llegó.
Oren Segal, vicepresidente del Centro sobre Extremismo de la organización Anti-Defamation League (Liga Antidifamación), calificó el ataque del miércoles de “la conclusión lógica del extremismo y el odio descontrolados” durante la presidencia de Trump.
“Si te sorprende, entonces no has prestado atención”, afirmó Amy Spitalnick, de Integrity First, un grupo de derechos civiles participante en demandas por la violencia en Charlottesville.
El jueves por la noche, Trump pareció intentar un mensaje unificador, luego de meses de provocaciones, diciendo en un video: “Este momento requiere reconciliación”.
Pero el viernes, el mandatario saliente estaba de nuevo ocupándose de sus “grandes patriotas estadounidenses” y demandando que fueran tratados con justicia. Dijo además que no acudirá a la toma de posesión de Biden.
Admitió que su presidencia concluía, pero no admitió —o no pudo admitir— su derrota.
Entre todos los apodos insultantes que ha proferido contra sus rivales políticos —soñoliento, llorón, corrupto, loco, descerebrado, extraño, cuello de lápiz, cabeza de sandía, desquiciado— ninguno tuvo una intención de doler más que “perdedor”. Y nada, parece, le duele más que cuando el perdedor es él.