Hay historias que retratan mejor que cualquier informe el estado real de nuestras instituciones. Una mujer en Boca Chica descubrió que tenía 26 hijos registrados a su nombre en la Junta Central Electoral. Ninguno era suyo. Algunos, según consta, “nacieron” con apenas un mes y diez días de diferencia.
Lo más inquietante no es solo el absurdo numérico, sino la reacción institucional: en lugar de abrir una investigación profunda, la Junta Central Electoral habría optado por trasladar al director local. Como si el problema fuese de geografía, y no de integridad del sistema.
Este no es un hecho aislado. Recordemos que hace apenas unos meses fue apresado un alcalde con un libro de asentamientos de nacidos vivos —el documento más sensible del registro civil dominicano—, y que, misteriosamente, poco después liberado . Nadie volvió a hablar del tema. Pero la pregunta persiste: ¿para qué alguien tendría en su poder un libro así, si no es para manipular identidades?
El sistema de identidad dominicano debería ser sagrado. Es el cimiento sobre el cual se levantan todos los demás derechos. Sin un registro civil confiable, se derrumba la noción misma de ciudadanía. Y sin controles efectivos, la nacionalidad puede convertirse en mercancía: vendida, falsificada o intercambiada según convenga a intereses oscuros.
Si este caso es real —y todo indica que no sería el único— entonces estamos ante una falla sistémica que podría tener implicaciones gravísimas. Porque si el registro civil puede ser manipulado al punto de crear 26 hijos ficticios, ¿quién nos asegura que el padrón electoral no es igualmente vulnerable? ¿Quién nos garantiza que no hay cientos de identidades falsas, votos inexistentes o cédulas duplicadas circulando en silencio?
Más allá de la anécdota, esto es un llamado de alerta nacional. La identidad es poder, y quien la controla, controla el país. Si la Junta Central Electoral no enfrenta estos casos con transparencia, investigación y sanción, estaremos ante una crisis institucional que socava la confianza ciudadana y la legitimidad democrática.
En un país donde se cambia un funcionario, pero no el sistema, el problema no se resuelve: se muda de oficina.