La tripulación del transbordador Challenger no murió inmediatamente después de explotar en el aire en enero de 1986, sino que permaneció consciente e intentó salvar la nave en los instantes posteriores. Así lo afirma Kevin Cook en su libro «The Burning Blue: La historia no contada de Christa McAuliffe y el Challenger de la NASA», publicado en Estados Unidos y dedicado a Christa McAuliffe, la primera especialista a bordo del transbordador que no perteneció al sector espacial.
Aquel fatídico 28 de enero de 1986, el Challenger alcanzó el doble de la velocidad del sonido mientras ascendía en la 25.ª misión de un transbordador espacial, cuando el piloto Michael Smith miró por la ventana y, probablemente, vio un destello de vapor o de fuego, según New York Post. El cohete propulsor derecho soltaba combustible.
Más tarde se reveló que el frío de aquella mañana en Florida había endurecido las juntas de goma entre las secciones de refuerzo que contenían el combustible explosivo en su interior. Los anillos no se expandieron debidamente por el frío, dejando un espacio de menos de un milímetro entre las secciones, y este ‘milímetro’ permitió que se quemaran algunos gramos de combustible sobrecalentado.
Un minuto y 12 segundos después del despegue, la pequeña llama aumentó de tamaño y en apenas tres segundos penetró el recubrimiento de aluminio del tanque de combustible. El tanque se rompió de inmediato, prendiendo el combustible de hidrógeno y desatándose una explosión.
Sin embargo, el módulo de la nave donde estaban los astronautas permaneció intacto y se separó de la nave. Por lo tanto, los miembros de la tripulación «estaban conscientes, al menos al principio, y se daban cuenta plenamente de que algo iba mal», señaló Kevin Cook.
«¿Qué se suponía que iban a hacer entonces? Scobie y Smith intentarían regresar a la Tierra», sugiere el en el libro el excientífico de la NASA Kerry Joels.
La cápsula con la tripulación siguió subiendo por inercia durante otros 20 segundos, después de lo cual cayó al océano a 20 kilómetros del centro espacial. La caída duró más de dos minutos y la velocidad del impacto superó los 330 km/h.
Cuando en junio de 1986 una comisión presidencial puso fin a la investigación de la tragedia, los fragmentos del Challenger fueron sepultadas en un silo de misiles sin usar en Cabo Cañaveral.
Como expreso más tarde el director del Centro Espacial Kennedy, Bob Cabana, «aquello fue como si estuvieran diciendo: ‘Queremos olvidarnos de esto'».