Comprar. Eso era lo que le hacía correr adrenalina por las venas a Dana Sue Gray. Comprar. No eran odios diabólicos ni deseos sexuales perversos. Era comprar. Algo tan vano y liviano como sacar la tarjeta de crédito de la billetera, pagar y salir con las bolsas colgando del hombro. Comprar compulsivamente.
Fue por eso que, a los 37 años, esta enfermera que debía velar por la vida de los otros se convirtió en una feroz asesina de mujeres mayores para adquirir perfumes, botas, zapatillas, zapatos de marca… Pero, a diferencia del célebre personaje de Dostoievski en su obra Crimen y castigo -Rodion Romanovich Raskolnikov-, que aun pensando que había matado por dinero a una vieja usurera e inútil se consume en la angustia y termina confesando, Dana no sintió nada de eso. Ni culpa ni pena. Solo confesaría, al ser atrapada, haber sentido la imperiosa necesidad de obtener placer comprando.
La vida de Dana
Su padre, Russell Armbrust, era peluquero y había estado casado tres veces cuando se enamoró de Beverly Arnett, una impactante ex-reina de belleza y estrella de la compañía MGM. Vivían en el sur de California, gozaban de estabilidad económica y querían tener hijos, pero no lo lograban. Luego de varios abortos espontáneos, el 6 de diciembre de 1957, nació Dana Sue. Parecía que la felicidad había llegado, por fin, a sus vidas.
Beverly era una madre compleja. Vanidosa al extremo y agresiva. Russell, en cambio, era más bien sumiso con su esposa. El divorcio se concretó el día que él la encontró golpeando a una anciana que, según ella, había provocado su enojo. Russell, harto del carácter de Beverly, se mandó a mudar. Dana, con solo dos años, quedó a cargo de su madre. Fueron pocas las veces que volvió a ver a su padre.
A medida que fue creciendo, Dana empezó a llamar la atención de Beverly con su persistente mala conducta. Cuando llegó a la edad de comenzar a manejarse sola, subió la apuesta: le robaba dinero para comprarse golosinas o lo que le diera la gana. El acto de comprar había empezado a tomar cuerpo en su filosofía de vida. Se sentía cómoda y feliz adquiriendo objetos. Los estallidos de violencia de Beverly por los desafíos que le presentaba su hija eran cada vez más frecuentes. Por otro lado, el promiscuo comportamiento sexual de Beverly perturbaba a Dana. La adolescente estaba acumulando en su interior una rabia descomunal. En el colegio no le iba mucho mejor: no estudiaba y tampoco se llevaba bien con sus compañeros. En muchas ocasiones fue suspendida por falsificar permisos para salir de clase.
En esos altibajos andaba su vida cuando su madre fue diagnosticada con cáncer de mama. Dana tenía 14 años. Con la enfermedad de Beverly, Dana encontró una vocación: ser enfermera.
La muerte temprana de su madre, en 1973, la marcó a fuego. Con 16 años tuvo que irse a vivir con su padre Russell, pero la convivencia no funcionó. Y se complicó de manera irreversible cuando su madrastra, Jeri, encontró drogas en su habitación.
Se convirtió en enfermera luego de que su madre fuera diagnosticada con cáncer de mama. Su relación con su padre fue casi nula
Adrenalina para vivir
Pese a los contratiempos relatados, durante esos años Dana logró destacarse en atletismo. Tenía una audacia sin igual. En 1976, se recibió en el secundario de Newport Harbor. Parecía ser una típica joven californiana: rubia, atractiva, de ojos azules, deportista, que amaba tirarse en la playa y estar bronceada. Pero si se lee con atención lo que escribió en su libro de graduación, podemos ver que su personalidad iba un poco más allá de lo convencional. Allí dejó expresado que su pasatiempo favorito era “meterse en problemas” y que su lugar preferido era “la caída libre”. De todas formas, nadie hubiera podido vaticinar en quién se convertiría.
Dana buscaba adrenalina para su vida como fuera y en todo momento. Empezó a practicar paracaidismo. El vértigo la seducía. No pasó demasiado tiempo hasta que se fue a vivir con Rob, su instructor del aire. Quedó embarazada dos veces, pero Rob la convenció de abortar para poder seguir adelante con sus vidas deportivas. Dana, entonces, puso el foco en la enfermería y en los deportes extremos.
Cuando se graduó como enfermera, en 1981, ya había cambiado de pareja. Tenía una relación intermitente con un joven que hacía windsurf, Chris Dodson.
Cada deporte que empezaba a practicar lo hacía con gran habilidad natural: paracaidismo, windsurf o golf. Con Chris viajaron a Hawaii para poner en práctica sus conocimientos en ese mar ajetreado. Pero un tiempo después, la relación con Chris también terminó.
Dana comenzó a salir Tom Gray. Se casaron en 1987 en una súper ceremonia llevada a cabo dentro de una bodega de lujo, en la zona de Temecula, en California.
Gray conocía a Dana desde el secundario y la admiraba por su destreza para los deportes. Dana ya trabajaba, por esa época, en el área de partos del centro médico regional de Inland Valley y vivían en una comunidad cerrada en Canyon Lake, un sitio elegido por muchos jubilados para retirarse. Allí la pareja inició varias empresas comerciales que fueron registradas con el nombre Graymatter.
Lo que no sabía Tom Gray era que Dana tenía muchos problemas para administrar las finanzas y que lo llevaría por mal camino. La pareja estaba desbocada. Gastaban más dinero del que les entraba. Tres autos, un avión ultraliviano, varios botes y lanchas, una casa, un equipo sofisticado para imprimir sobre seda. Comprar era para Dana la línea que separaba la felicidad de la depresión. La economía doméstica se volvió un caos. Los Gray se hundieron en un océano de deudas y eso terminó por deteriorar la relación.
En 1993, Dana dejó la casa que compartía con Gray y se mudó a un tráiler con su amigo y amante, Jim Wilkins, y el pequeño hijo de él, Jason de cinco años. En junio de ese mismo año, le pidió el divorcio a Gray y, en septiembre, la ex pareja se declaró en bancarrota para evitar perder la casa que habían compartido en Canyon Lake. De todas formas, debían más plata que lo que esa casa cotizaba. Pronto Dana estaría desesperada por obtener fondos para la vida de lujos que pretendía.
Luego de otros embarazos frustrados, Dana se deprimió. Comenzó a tomar psicotrópicos que robaba en el hospital donde trabajaba como enfermera. El 24 de noviembre de 1993 fue despedida luego que se descubriera que ella era la responsable de los faltantes de potentes analgésicos y de otros opiáceos.
Gray había bloqueado todos los contactos con Dana. No quería saber nada de ella. Pero el 14 de febrero de 1994, curiosamente el día de los enamorados, Dana consiguió hacerle llegar a través de sus suegros una propuesta para reunirse. Gray le dijo que sí, pero faltó a la cita.
Norma Davis, de 86 años, June Roberts, de 66, y Dora Beebe, de 87, fueron las víctimas de Dana Sue Gray
Su nombre era Norma
El mismo día en que su ex faltó a su encuentro, Dana descubrió que matar a alguien era algo relativamente sencillo.
Norma Davis tenía 86 años y era la ex la suegra de la madrastra de Dana, Jeri Davis. Jeri quería mucho a la anciana y se ocupaba de cuidarla ya que su hijo había fallecido. Además, la mujer estaba recuperándose de un triple bypass y tenía serios problemas de salud. Debido a ese lazo familiar indirecto, Dana conocía perfectamente a Norma.
Norma fue hallada muerta el 16 de febrero de 1994. Habían pasado dos días desde su brutal crimen. Fue su vecina y amiga Alice Williams quien la encontró. Como Norma no respondía a los golpes en su puerta y tenían la partida semanal de bridge, un juego de cartas del que ambas participaban, Alice entró a la casa. Lo primero que le llamó la atención fue que la puerta estuviera sin llave. Como no la vio en la planta baja, subió la escalera hacia el primer piso donde vio lo que jamás olvidará. Norma yacía desparramada sobre el suelo. Un mango de madera, de un clásico cuchillo de cocina, sobresalía de la base de su cuello, la punta del cuchillo llegaba hasta el otro lado atravesándolo por completo. Otro cuchillo de pescado estaba clavado en medio de su pecho. Llamó histérica al 911.
Cuando llegaron a la escena los detectives de homicidios, descubrieron una uña rota en la mano de Norma y que la puerta de la casa no había sido forzada: parecía que había intentado defenderse de alguien conocido. Hallaron, también, una huella sobre el piso de madera de una zapatilla Nike número 37, apuntando hacia la cocina; un cheque del seguro social de Norma por 148 dólares; un cable telefónico arrancado y, en el piso superior, una mancha de sangre en un sillón. El asesino, sin dudas, era pequeño y había actuado con una tremenda violencia.
La policía tenía un caso abierto y una investigación por delante. Pero iban a ciegas, sin sospechosos a la vista.
La segunda presa: June
Catorce días después, el 28 de febrero, Dana sintió otra vez el incontrolable impulso de comprar. No tenía dinero y debía procurárselo. Eso la llenó de adrenalina. Esta vez, la víctima sería June Roberts, quien vivía en la comunidad cerrada de Canyon Lake, al igual que la primera mujer acuchillada. June era una gran amiga del padre y de la madrastra de Dana. Ese mismo día, June cumplía 66 años, pero sus amigos no pudieron desearle un feliz festejo ni saludarla.
Con la excusa de pedirle prestado un libro que hablaba sobre cómo controlar los excesos con el alcohol, Dana manejó hasta la casa de Roberts. En el auto llevaba a Jason, el hijo de Jim, su pareja. Le pidió al niño que esperara en el auto unos minutos, ya volvería.
Bajó y tocó la puerta de June Roberts. La dueña de casa, con total confianza, la hizo pasar. Mientras fue a buscar el libro, Dana, con la precisión de una entrenada homicida, se dirigió directo al teléfono de línea. Lo desenchufó y, luego, desconectó también el clásico cable espiralado que une el auricular con el cuerpo del teléfono. Cuando June volvió con el libro entre sus manos, Dana se lanzó sobre ella y la estranguló sin piedad con ese cable telefónico. Para asegurarse de terminar con ella también la golpeó en la cabeza con una jarra.
Apenas la víctima dejó de respirar, su asesina corrió a buscar sus tarjetas de crédito. Dejó de lado los anillos de diamantes y las chequeras. Sólo buscaba las tarjetas. Encontró dos y, sin remordimientos, las puso en su cartera y se dirigió a un exclusivo shopping de la ciudad de Temecula. Gastó hasta alcanzar el límite.
Entre las compras efectuadas ese día hubo varios trajes de baño, unas botas de cowboy, unas antiparras para esquiar, un perfume Opium, varios pares de zapatos de moda, zapatillas de hombre y de mujer.
Gracias a la descripción de Dorinda, la policía empezó a buscar a una mujer blanca, atlética y rubia, cerca de los treinta años
Dorinda, la víctima que habló
Cronológicamente su tercera víctima fue Dorinda Hawkings, el 10 de marzo de 1994. Ella sería clave porque iba a ser la única capaz de identificar, días más tarde, a la codiciosa Dana. Porque contrariamente a lo que la asesina pensó, Dorinda sobrevivió al ataque.
Justo ese día en que la querrían asesinar, Dorinda, de 58 años, estaba sola en la tienda de antigüedades donde trabajaba a pocos kilómetros de Canyon Lake. Una amable y compungida clienta, Dana, entró al negocio. Le dijo que estaba buscando un marco especial para poner una foto de su madre fallecida. La vendedora conmovida la asistió. Apenas le dio la espalda distraída y se agachó para tomar uno de la vitrina, Dana sacó de su bolsillo la cuerda que había llevado para ahorcarla. Dorinda no se lo vio venir, solo recuerda una sensación de quemazón y picazón en el cuello mientras Dana apretaba la soga. Cuando cayó al piso, Dana se paró sobre sus hombros y cabeza y empezó a apretar el lazo con fuerza. En medio del ataque Dorinda rogó por su vida “¡Dejame vivir!” y Dana, con mucha calma y voz suave le contestó: “Relax, solo relájate, solo relájate”.
La víctima, cuando declaró a la policía, relató: “Me habló como lo haría una enfermera o una cuidadora”. Era una observación muy acertada.
Cuando la empleada de la tienda se desvaneció y Dana la creyó muerta, rápidamente robó 5 dólares del bolso de la víctima y 20 de la caja registradora. Se fue corriendo con su magro botín y se dedicó a terminar el día comprando, enloquecidamente, con la tarjeta de June Roberts. Pero Dorinda respiraba. Y pudo dar a la policía la exacta descripción de su atacante.
La historia policial salió en el diario, al día siguiente. Y el miedo comenzó a palparse por las calles de esos barrios.
Dora, una vecina colaborativa
La cuarta víctima de Dana murió el 16 de marzo, dos semanas después de June. Se llamaba Dora Beebe y tenía 87 años. Ese día, Dora regresó a su condominio, en Sun City, después de una cita con su médico. Entró a su casa mientras Dana la estaba observando, como un león a su presa.
Era una mujer mayor, ofrecería poca resistencia. Dana estaba decidida. Tocó el timbre y le pidió ayuda para encontrar unas direcciones. Para Dora, una mujer amable y joven, en pleno día, no era algo de temer. La invitó a pasar para enseñarle en un mapa los lugares que estaba buscando.
Dana la mató inmediatamente. La estranguló y la golpeó con ferocidad con una plancha. Fue el novio de Dora, Louis Dormand, quien encontró su cadáver un poco más tarde.
Una hora después de cometido el crimen, la sangrienta compradora compulsiva, estaba en un centro comercial, utilizando la tarjeta de Dora. Además, retiró de la cuenta de la víctima 1700 dólares.
Terror en Canyon Lake
El temor en la comunidad se volvió irrefrenable. La gente mayor se mudó con sus familias e incluso hubo quienes recurrieron al cuidado de hogares temporarios para no estar solos en sus casas. Hubo quienes fantasearon que podían ser asesinatos rituales. Los diarios locales no hablaban de otra cosa.
Pero con la descripción de Dorinda, la policía ya sabía a quién buscaba: una mujer blanca, atlética y rubia, de unos treinta y tantos años.
Cuando arrancó la investigación por el crimen de Norma Davis, al principio, los detectives sospecharon de Jeri, la solícita ex nuera de Norma y quien se hacía cargo de ella. Además, la huella de aquella zapatilla Nike número 37 coincidía con su calzado.
Jeri, que ya estaba casada con Russell, el padre de Dana, sentía lástima por Norma porque se había quedado sola desde la muerte de su hijo y era una paciente cardíaca. Varias veces al mes iba a socorrerla con diferentes tareas. Justo había estado en su casa el día anterior al asesinato.
Esa sospecha de los investigadores sobre Jeri empezó a diluirse con el pasar de los días y con la posterior descripción física de la víctima sobreviviente. Por otro lado, tenían más descripciones de la criminal serial: la que dieron los cajeros de los comercios donde Dana usó sin freno la tarjeta de June Roberts. Eran tantas las compras realizadas con esa tarjeta que, desde la compañía de crédito, llamaron a la familia Roberts: querían chequear los inusuales gastos.
Los detectives fueron, uno por uno, a los locales y entrevistaron a sus empleados. Así descubrieron que la descripción física coincidía con la dada por Dorinda y se enteraron de muchas cosas más: la asesina acababa de teñirse el pelo, se movía con un pequeño al que llamaba Jason, estaba muy bien vestida y conducía un Cadillac marrón. Todo eso terminó por cambiar el ángulo de la mirada. Ya no era Jeri a quién buscaban.
Cuando los detectives le pusieron a Dorinda una serie de fotos sobre la mesa enseguida reconoció a quién la había intentado asesinar: Dana Sue Gray.
Para el detective en jefe, Joseph Greco, el caso era un desafío: era el segundo homicidio que le tocaba investigar en su carrera. Su instinto lo llevó a creerle a Jeri sobre su inocencia. Fue ella quien les dijo, además, que Dana había cuidado como enfermera a su ex suegra, un año antes, cuando la anciana tuvo un accidente de auto. Las cosas comenzaban a cerrar.
Greco sospechó que los casos de Norma Davis y June Roberts podían estar relacionados y que todo era obra de una misma mujer. Pidieron una orden de allanamiento para donde la sospechosa vivía en Lake Elsinore, California. Ese mismo día que se emitió la orden, ella estaba asesinando a Dora Beebe.
Después de haber eliminado a Dora, Dana se fue a un shopping. Una vez que terminó su circuito compulsivo de adquisiciones, se dirigió a su casa. Llegó y comenzó a preparar la cena para Jim y Jason. Fue, en ese momento, que el detective Greco hizo su aparición y la detuvo por el asesinato de June Roberts. Mientras, otros agentes, llevaron a Jim y a su hijo a declarar. Era el 16 de marzo de 1994 y todavía no habían descubierto el último cadáver: Dora Beebe. Lo sabrían en horas.
El caso de Beebe fue designado al detective de homicidios Chris Antoniadas. Tanto Greco como Antoniadas interrogaron a Dana. Fue poco lo que lograron. Fría y cero empática, la acusada no confesaba. Antoniadas le gritó en la cara que había encontrado, en sus cajones de medias, las tarjetas de crédito de Dora Beebe. Pero Dana no era impresionable.
Primero negó haber usado las tarjetas de sus víctimas. Cuando le comunicaron que tenían pruebas que la mostraban yendo al banco con las tarjetas de Dora y luego comprando con descaro en diferentes locales con la de June, dijo haberlas encontrado por ahí. Sostuvo, con mirada glacial, que tenía una necesidad imperiosa por comprar y que por ese motivo las había usado.
La acorralaron informándole que un vecino la había visto en la casa de June Roberts, el día del crimen. Recién entonces, admitió todo. Más tarde, cambió de estrategia y alegó que las había matado en un estado de locura. Pero Dana quería evitar la pena de muerte a toda costa así que, finalmente, se declaró culpable de esos dos asesinatos y del ataque a Dorinda. El acuerdo por la confesión contemplaba no ser acusada por el caso de Norma Davis. Lo que dijo sorprendió a todos: “Necesito comprar cosas de forma compulsiva, desesperadamente. Las compras me relajan”.
Esa fue su gélida confesión.
La psiquiatra que la entrevistó luego de su arresto habló de una personalidad psicópata narcisista. Fue condenada a cadena perpetua el 16 de octubre de 1998. Desde entonces, está recluida sin posibilidad de libertad condicional.
En su confesión, la asesina serial dijo: “Necesito comprar cosas de forma compulsiva, desesperadamente. Las compras me relajan”
Historias para contar
Sin proponérselo, Dana llenó con su historia páginas y páginas de libros. Los escritores contaban sus macabras andanzas y los lectores devoraban con fruición esos relatos que parecían de ficción: Dana Sue Gray, la asesina serial cuando aparece la codicia, de Sylvia Perrini; Morir por…, la historia real de la asesina serial Dana Sue Gray, de la periodista Kathy Braidhill; La joven que estrangulaba: la verdadera historia de Dana Sue Gray, de Erin Pierce.
Su nombre comenzó a poblar la literatura negra. Eso, además de reportajes especiales sobre ella y documentales como Las 9 asesinas en serie más famosas y cruentas a lo largo de la historia; el episodio Mujeres Diabólicas, en 2015, o Se necesita un asesino, en 2017, en el canal Escape.
Llegó a hacerse tan famosa por sus crímenes que su ropa interior autografiada se vendía en bizarros sitios web. Dana se había convertido en una especie de macabro ídolo para los anónimos y siniestros personajes que circulan por Internet. Sus bombachas firmadas se vendían a un precio exorbitante: 250 dólares cada una. También ofrecía remeras decoradas con el dibujo de una mariposa posada sobre el esqueleto de una mano.
La obsesión de vivir por encima de sus posibilidades fue lo que terminó por convertir a Dana Sue Gray en una temible y cruel asesina en serie. Hoy con 62 años, cumple su cadena perpetua en la cárcel de mujeres en Chowchilla, California. Lejos de cualquier shopping o tienda que puedan encender, otra vez, sus mortíferos deseos.