En cada “Cuestionario Proust”, cuando le preguntaban por sus héroes favoritos de la literatura, Gabriel García Márquez siempre mencionaba los mismos tres nombres: Gargantúa, Edmundo Dantés y el conde Drácula. El primero aparece en las obras completas de François Rabelais que un personaje de Cien años de soledad lleva consigo de Macondo a París.
El segundo protagoniza El conde de Montecristo, una novela que García Márquez calificó como de técnica perfecta frente a Bill Clinton y Carlos Fuentes durante una cena ofrecida por William Styron en Martha’s Vineyard. El tercero desveló a Fidel Castro hasta las once de la mañana y casi lo vuelve loco.
De los tres, el célebre vampiro de Transilvania es el único que Gabo conoció antes de aprender a leer. En Aracataca, siendo apenas un chiquillo al cuidado de sus abuelos, su hermano Luis Enrique le habló sobre una película en la que un conde sentía devoción por la sangre humana. Era la versión española de Drácula dirigida por George Melford.
Aunque la función estaba prohibida para menores de edad, aquel hermano intrépido se había colado al teatro del pueblo y había visto la escena en la que el actor Carlos Villarías clava sus colmillos en el cuello desnudo de Lupita Tovar. El vampiro volvió a ser mencionado un par de años más tarde, cuando la familia se mudó a una casa gótica de Barranquilla y la madre declaró consternada que se habían instalado en el castillo del conde Drácula. También así llamaban a la sede de la compañía productora de cine de Manuel Barbachano Ponce en la calle Córdoba 48 de Ciudad de México, sitio adonde García Márquez llegó para escribir guiones junto a Carlos Fuentes.
Sin embargo, a pesar de estas azarosas coincidencias, el autor colombiano no leyó la novela de Bram Stoker hasta cumplir los cincuenta. “Es un gran libro, uno que probablemente yo no hubiera leído muchos años atrás porque hubiera creído que era una pérdida de tiempo”, le dijo a un periodista de The Paris Review en 1981. Aquel año, en una de sus columnas semanales, se deshizo en elogios hacia la narración de Stoker. La llamó “obra maestra pavorosa” y afirmó que en ella la mayor impresión del conde no la producía su condición sobrenatural de vampiro ni su desembarco en Londres convertido en perro, “sino la zozobra que causaban en su ánimo las flores del acónito”.
Tanto le fascinó el libro que compró un ejemplar y se lo dio a Fidel Castro. A partir de 1975, cada vez que viajaba a La Habana llevaba una maleta cargada de literatura para el cubano. Drácula fue un obsequio que García Márquez le entregó a Fidel de noche, mientras pescaban juntos en alguna playa de la isla.
Ana Magdalena Bach, la protagonista de En agosto nos vemos, también lee la novela. Drácula la acompaña en uno de sus viajes a la isla del Caribe que visita cada año para dejar un ramo de gladiolos en la tumba de su madre. Se trata de una edición intonsa que el personaje lee “con el fervor de una obra maestra” y cuya presencia anticipa el primer adulterio en la trama. Lo curioso de todo esto es que cuando Ana Magdalena habla sobre el libro, parece que lo estuviera haciendo García Márquez.
Así, por ejemplo, la crítica que en determinado momento ella plantea sobre la adaptación cinematográfica de Francis Ford Coppola es tan suya como del novelista que la escribe. Es decir, mientras Ana Magdalena le cuenta a uno de sus amantes que no entiende por qué Coppola cambió en su película el episodio del conde que desembarca en Londres transformado en perro, Gabo, en el mundo real, le dice a un periodista de Vanity Fair: “Drácula es un libro muy bien escrito, bastante erótico, nada parecido a las películas que se han hecho a partir de él”.