En 1941, Otto Moll fue derivado a ese campo de concentración. Sus prácticas fueron brutales, inhumanas. Quienes testificaron en su contra luego de la Segunda Guerra Mundial señalaron que fue un monstruo que no tuvo par en la crueldad contra los prisioneros
Otto Moll era un monstruo. Quizá haya sido uno de los seres más monstruosos en ese universo maléfico que fueron los campos de concentración y de exterminio. En un ambiente deshumanizado, él traspasó los límites de la crueldad y de la abyección. Fue, entre otros cargos que ocupó, el encargado de los hornos crematorios de Birkenau. Sobre él se han contado las historias más terribles.
De escasa estatura, algo excedido de peso, con cara redondeada, sonrisa fácil, pelo rubio y con la nariz coloreada por las pecas, a primera vista nadie sospechaba de él. Sin embargo pasados unos pocos minutos, cualquier testigo se daba cuenta que Moll era uno de los hombres más temidos de todo el complejo de Auschwitz.
Había nacido en Alemania en 1915. A los 20 años se afilió al partido Nazi. La oratoria de Hitler lo cautivó. Consiguió un empleo en el servicio penitenciario. Allí realizó las más diversas tareas. Sus jefes reconocían el entusiasmo del joven empleado. Siempre estaba dispuesto a obedecer, se quedaba después de hora, era el primero en llegar. Eso le permitió conseguir pequeños ascensos. Ya empezada la Segunda Guerra fue trasladado al campo de concentración de Sachsenhausen. Allí se encargaba de tareas de jardinería, debía liderar el talado de árboles y la poda de plantas para que fueran construidas nuevas instalaciones. Era una especie de jardinero con un promisorio futuro entre los nazis. Tal vez porque trabajaba con la tierra y con los árboles, fue derivado a Auschwitz en 1941. Se le encomendó dirigir el equipo que debía cavar las fosas comunes en las que se enterraban la enorme cantidad de cadáveres que el campo ya había empezado a producir diariamente. Moll hacía trabajar a su equipo de prisioneros sin descanso. Les gritaba, los amenazaba y hasta fue capaz de matar a alguno de los que cavaban porque no lo hacía al ritmo demandado. Predicaba con el ejemplo: muchas veces él mismo tomaba una pala y les mostraba durante unos minutos la velocidad adecuada de trabajo.
Rápidamente, este joven de 27 años mostró que era capaz de cualquier cosa. En ese mundo retorcido y descolocado que eran los campos de concentración eso era una virtud. Se convirtió en el hombre de confianza de Rudolf Hoss, comandante de Auschwitz. Hoss puso a Moll a cargo de cada tarea que tuviera que ver con el manejo de cadáveres y con la velocidad de ejecución.
Moll se tomó el papel muy a pecho. Y motu propio pasó a ser una especie de gran supervisor del camino de la muerte en Auschwitz. Era él quien recibía los contingentes en su llegada a la estación. Se paseaba entre los prisioneros, controlaba que se cumpliera cada paso planeado. Todo estaba señalizado. Él los recibía con un megáfono. Les explicaba con amabilidad que serían reasignados, que se les daría un nuevo lugar de alojamiento, comida y trabajo. Pero que luego de tan largo viaje, merecían un baño, cuestión que se hacía indispensable luego del hacinamiento en los vagones. Alguna vez hasta le notaron la voz afectada como transmitiendo pesar por las desgraciadas peripecias del viaje. Lo que él pretendía era que el engaño no se develara, que no hubiera pánico colectivo que complicara las cosas, que las víctimas ingresaran mansas y sin temores a las cámaras de gas. Para darle verosimilitud a esto había preparado una gran escenografía. Una ambulancia, las cámaras camufladas como baños, los que tomaban los equipajes casi representando el papel de botones de hotel que los llevarían a las habitaciones.
A Moll le gustaba comandar estos paseos fúnebres. Lo hacían sentir importante, poderoso.
El campo de concentración de Auschwitz Birkenau. Courtesy of Yad Vashem Archives/Handout via REUTERS
Una escena cotidiana. Otto Moll, seguido por un par de subalternos, entraba a una barraca de recién llegados, de algunos de los hombres que habían tenido la suerte de pasar la selección inicial. Con una sonrisa y voz firme anunciaba que estaba necesitando hombres fuertes y sanos para tareas muy importantes en una fábrica de caucho. A pesar de que hacía pocas horas que estaban allí, los detenidos habían mirado a su alrededor y comprendían que cualquier destino parecía mejor que ese (aunque ni la más fértil imaginación podía figurarse lo atroz de lo que vendría). Todos, los fuertes y los débiles, daban un paso al frente con la ilusión de obtener ese puesto laboral, esa promesa de mejor destino. Moll se paseaba entre ellos y los escrutaba. Se sentía un dios. Él decidía sobre el destino de las personas. Disfrutaba de las caras tensas, de las miradas hacia el frente, del temor que exudaban los detenidos a su paso. Eso era el poder para él.
Elegía a unos cientos de hombres que formaban la fila felices, tratando de disimular la sonrisa. Todavía no sabían que serían los nuevos Sonderkommandos, los encargados de las tareas cotidianas en las cámaras de gas y en los hornos crematorios. Tampoco sabían que sus antecesores, habían terminado dentro de esas cámaras y convertidos en cenizas en esos mismos hornos que ellos alimentarían desde ese momento.
Los Sonderkommandos fueron las unidades especiales creadas por los nazis integradas por prisioneros de los campos de concentración, en su mayoría judíos, a los que les asignaron tareas en las cámaras de gas y los crematorios.
Los hombres debían gozar de buena salud y cierta fortaleza física. No conocían qué cariz tendría su tarea hasta que les ordenaban llevar a cabo las primeras acciones. Eran operarios de una fábrica. De la fábrica de muerte.
Otto Moll, uno de los mas temibles asesinos nazis (collections.ushmm.org)
Bajo el mandato de Moll, los Sonderkommandos pasaron de unos cientos a ser más de un millar. Cada un cierto tiempo se producía el recambio. Cuando ya estaban muy desgastados, cuando los problemas de conducta se multiplicaban o simplemente cuando se le antojaba, Moll ordenaba asesinar a los hombres a su cargo y los reemplazaba por recién llegados. Eso tenía una sola desventaja para él: debía hacer todo su “numerito” de nuevo. Una especie de acting indignado en el que se vanagloriaba de su involucramiento, de conocer cada faceta práctica del ciclo genocida. Estaba orgulloso de su compromiso. Con él todos debían trabajar al máximo.
De este modo cuando se sumaba un nuevo grupo, cuando estaban en medio de las tareas en sus primeros (largos) turnos de labores, Moll los sorprendía ingresando enérgico a las cámaras de gas inundadas de cadáveres. Pegaba un grito y lograba centrar la atención de los demás sobre él. Se arremangaba las mangas de su camisa y se ponía a arrastrar cuerpos hacia el patio externo a un ritmo frenético. El trabajo debía ser hecho rápido. Luego pasaba por cada estación mostrando cómo debía hacerse cada tarea. Revisaba los cadáveres por si todavía conservaban algo de valor y cuando lo encontraba lo blandía satisfecho hacia los cuatro puntos cardinales para demostrar su pericia, para que nadie se quedara sin saber que él había recuperado un anillo de oro. Después, al siguiente grupo de trabajo, le quitaba las tijeras de las manos y las máquinas para mostrarles cómo se cortaba el pelo de los cadáveres a gran velocidad. De ahí se dirigía hacia los “dentistas”: los prisioneros que con unas pinzas arrancaban los dientes y coronas de oro de las bocas de los cuerpos. No se impresionaba con la espuma que salía de la boca de los muertos por el envenamiento con gas, y con fría habilidad extraía las piezas buscadas. Si alguno vomitaba por la impresión ante el cuadro, ordenaba ejecutarlo allí mismo. Una vez terminado este periplo, Moll volvía al punto de partida. Entraba de nuevo a la cámara de gas y les mostraba la manera en que debían barrer, fregar los pisos y limpiar la sala para que ingresara el siguiente contingente de víctimas.
Incineración de los cadáveres. Auschwitz Resistance
Cada tanto, Moll se paseaba por los galpones y barracas en los que se almacenaban los bienes requisados a los que llegaban Auschwitz. No le importaba que hubiera testigos. Se paseaba con lentitud y elegía minuciosamente joyas y objetos de valor que guardaba en un maletín que llevaba consigo. Si lo deseado no entraba en ese maletín siempre conseguía dos sonderkommandos que se lo llevaran hasta su oficina. No era un robo según su manera de ver. Tan sólo una justa retribución, un plus adecuado por su probidad profesional.
Fueron varios los burócratas nazis que manifestaron su satisfacción por la labor bien hecha. Ellos desde sus oficinas y escritorios se vanagloriaban por la logística montada y su eficacia. Sin embargo no se encuentran demasiados que, contacto con las víctimas, demostraran esa satisfacción. Una de esas excepciones fue, sin dudas, Otto Moll. Él tenía una enfermiza pasión por el crimen, por matar a otros seres humanos. Disfrutaba de lo que hacía. No conocía el remordimiento. Era un psicópata que atemorizaba a todos los que lo rodeaban, los que lo veían en acción. En unos pocos movimientos, podían reconocer que ese hombre era capaz de cualquier cosa, que no había frontera moral, que no había acto malvado que él no pudiera ejecutar. Uno de los escasos sobrevivientes entre los Sonderkommandos dijo de él: “Era tan atroces las cosas que hacía que Mengele, comparado con él, parecía un hombre con escrúpulos”.
Ya en 1944, Moll estuvo a cargo de los prisioneros húngaros y de su exterminio. Eran deportados de a miles por día. Eichmann enviaba trenes repletos cada jornada. El mismo Eichmann se mostró sorprendido de la manera en que en Birkenau se encargaban de eliminar tantos miles por día. Para conseguir eso, los nazis recurrieron a sus dos mejores hombres, a los más crueles. A Rudolf Hoss y a Otto Moll. Ambos habían sido desplazados poco antes por múltiples denuncias de abusos, crímenes aberrantes no sólo de prisioneros (asunto que a los nazis no les interesaba demasiado) y robos varios. Ellos dos pusieron a trabajar al máximo la fábrica de la muerte.
En los juicios posteriores al fin de la guerra, los testimonios en contra de su actuar fueron unánimes. Cada uno de ellos mostró la inhumanidad de Moll. Sólo algunos ejemplos.
Al tiempo de empezada la masacre, los nazis descubrieron con asombro que resultaba mucho más sencillo matar gente que deshacerse de los cuerpos. Así Moll se especializó en fosas comunes, hogueras gigantescas, piras enormes y hornos crematorios. Solía remarcar su habilidad para poner en funcionamiento mecanismos industriales de eliminación de cadáveres. Como él estaba presente en cada paso, en cada estación de ese trayecto que llevaba a las víctimas de los vagones de tren hasta las cámaras de gas, y en virtud de su alto rango y de su influencia interna en Birkenau, podía intervenir en cualquier paso de ese camino. De ese modo, en algunas ocasiones, hacía formar largas filas a mujeres desnudas, sólo para regodearse con sus cuerpos. Las manoseaba al borde de las grandes fosas dónde el fuego consumía los cadáveres ya gaseados. Luego él mismo, les disparaba en el vientre, en sus pechos o en el pubis. Y se quedaba viéndolas consumidas por el fuego.
Rudolf Hoss, el jefe de Otto Moll en Auschwitz, momentos antes de ser ahorcado
Inventó otro “juego”: ataba en forma de cruz a una víctima, con los brazos y las piernas bien extendidos y distanciados entre sí. Para que los aullidos de dolor no lo molestaran, los hacía amordazar. Luego varios oficiales disparaban contra él. Pero, los tiros debían dirigirse hacia los tobillos y las muñecas. El que ganaba el juego era el que conseguía primero separar una mano o un pie del resto del cuerpo.
Era Moll, también, el que se encargaba de las represalias cuando los prisioneros cometían algún acto que afectaba el orden interno impuesto por los nazis. La idea, en esos casos, no era castigar a los rebeldes o díscolos sino atemorizar al resto, aleccionarlos sobre las consecuencias. Cuando había algún intento de fuga, el acto de la revancha quedaba a cargo de Moll. Su sadismo era ideal para los fines que Rudolf Hoss, el terrible y ambicioso comandante del campo, buscaba. Con todos formados, Moll se convertía en el maestro de ceremonias. Gritaba, pontificaba, insultaba. Y de tanto en tanto sacaba alguien de las filas y lo asesinaba a la vista de todos. El número de muertos siempre multiplicaba al menos por diez al de los fugados. La proporción era esa. Y la elección de quienes serían matados por él era lo más arbitraria posible. El mensaje era claro, aunque redundante dadas las circunstancias: a cualquiera le podía tocar.
Otto Moll siguió siendo cruel hasta el final. Él fue uno de los que comandó la Marcha de la Muerte. Esas peregrinaciones imposibles que los nazis les hicieron emprender a los detenidos en Auschwitz ante la inminencia de la llegada de los Aliados. Todos los que podían moverse fueron puestos a caminar centenares de kilómetros, sin abrigo, sin agua y sin alimentación. Gran parte de ellos murieron por las enfermedades previas o de inanición. Otros fueron asesinados por órdenes de Moll, bajo la acusación de retrasar al contingente.
Fue apresado pocos días después de esa Marcha de la Muerte. Estuvo detenido y fue citado a declarar en Nuremberg. A él lo juzgaron en Dachau. En el primer interrogatorio al que fue sometido por los fiscales y los jueces negó tener participación alguna en las cámaras de gas. Dijo que él nunca había matado a nadie. Una ola de estupor recorrió la sala. Cuando fue repreguntado insistió en que él sólo se dedicaba a tareas de jardinería. Todo parecía una burda broma. Pero a Moll, en el banquillo, no se le escapaba ni una sonrisa. Cuando los interrogadores intentaban que dijera algo más, él sólo afirmaba algo que se había convertido en un credo para él, la justificación a su enorme cantidad de crímenes: Las órdenes son órdenes. De ese modo quería convertir su sadismo, su sede asesina, su regodeo en el sufrimiento ajeno, su compulsión al crimen, quería convertir todo eso en una virtud. En su aplicación y obediencia ante sus superiores jerárquicos.
Luego, con ese mismo fin, pidió ser careado con Rudolf Hoss, su comandante en Auschwitz.
Hoss había declarado que Moll había cometido varios crímenes y revelado lo que los investigadores aliados ya sabían: los cargos que ocupó en el sistema concentracionario.
En el careo, que Moll como buen psicópata intentó controlar pero fue frenado por los jueces, reconoció que mató varios hombres disparándoles en la nuca pero no quiso precisar cifras. Intentó hacerles creer a los magistrados que los crematorios eran para convertir en cenizas los cadáveres que provocaba la epidemia de tifus que asolaba el campo de concentración. Moll fue condenado a muerte.
El 28 de mayo de 1946 fue ahorcado en Dachau. No se conocieron sus últimas palabras.