Andrix Serrano, de nueve años, vive en un bario de chabolas de Manila con su abuela y trata de seguir el ritmo de sus estudios. Pero no tiene internet y para él la enseñanza a distancia es todo un reto.
Un año después del inicio de la pandemia, que provocó un mes de confinamiento en el archipiélago, las escuelas aún no han reabierto y los niños se ven obligados a permanecer en casa.
Por temor a que puedan contaminar a los ancianos, el presidente Rodrigo Duterte se niega a autorizar la reanudación de las clases y advirtió que las escuelas no se reabrirán hasta que la vacunación sea generalizada, algo que podría llevar años.
Mientras tanto, el gobierno ha desarrollado un programa de «aprendizaje mixto», que mezcla cursos en línea, material impreso y lecciones a través de la televisión y las redes sociales.
El programa empezó en octubre, con cuatro meses de retraso, y desde entonces ha estado plagado de problemas, empezando por el hecho de que la mayoría de los estudiantes de Filipinas no tienen ordenador ni internet.
«Muy duro»
«No puedo hacerlo. Es muy duro», dice Andrix, en su chabola junto a un río contaminado de la capital. En la pared hay una foto suya con el uniforme escolar. «La escuela es mucho más agradable. Es mucho más fácil para aprender», dice.
Kristhean Navales, su profesor de ciencias, imparte sus clases a través de Facebook Messenger, pero menos de la mitad de sus 43 alumnos tienen acceso a un ordenador o a un smartphone.
Los más privilegiados pueden utilizar emojis, corazones o pulgares hacia arriba para hacer saber que entienden o indicar que tienen una pregunta.
Pero la cobertura de internet no es siempre estable y no todo el mundo tiene suficientes datos para permitirse largas videollamadas.
«¿Y qué se puede hacer con Messenger en las asignaturas que implican experimentos, como las ciencias?», se pregunta el profesor.
Los que no tienen acceso a un ordenador o a un smartphone dependen totalmente de los recursos impresos por las escuelas.
Una vez termina las clases, comienza un nuevo día para Kristhean Navales, que visita a Andrix y a aquellos de sus compañeros que no pueden seguir el ritmo. A menudo aprovecha para llevar bolsas de verduras a sus familias.
«Derecho a la educación sacrificado»
El profesor está preocupado por el abandono escolar y enfadado por la incapacidad del gobierno para organizar la vuelta a la escuela.
«El derecho a la educación no debe sacrificarse por esta pandemia», dice a la AFP.
Según las cifras de la OCDE, Filipinas ya se encontraba en la parte baja de la tabla de la clasificación en competencias de lectura, matemáticas y ciencias entre los jóvenes de 15 años.
Pero en un año, UNICEF calcula que un millón de filipinos han abandonado la escuela.
«El covid es una carga para todos los sistemas escolares del mundo, pero aquí es aún peor», dice Isy Faingold, responsable de educación de UNICEF en Filipinas.
Según él, los niños que abandonan el sistema se enfrentan a un mayor riesgo de violencia sexual, embarazo precoz y participación en bandas.
Además el gobierno ha impuesto el confinamiento a todos los menores de 15 años, estigmatizando aún más la juventud.
Muchos padres no pueden hacer cumplir esta prohibición y permiten que sus hijos salgan a jugar a la calle o a los parques.
Depresión y ansiedad
El confinamiento se levantó brevemente en enero, pero Duterte lo volvió a imponer, abogando por la televisión como sistema para mantener a los niños ocupados.
Y los planes de reapertura de escuelas se abandonaron en enero por las variantes del virus.
«Estar privados de interacciones reales con sus compañeros y amigos tiene un enorme impacto en el desarrollo emocional de los niños», afirma María Lourdes Carandang, psicóloga infantil, que cita niveles «alarmantes» de depresión y ansiedad.
La situación también pasa factura a padres y abuelos.
Todas las semanas, Aida Castillo, de 65 años, va a la escuela a recoger los impresos en los que trabajarán sus cinco nietos bajo su supervisión, mientras sus padres trabajan.
Solo el mayor de los cinco tiene acceso a un smartphone para sus clases online cuando su madre llega a casa.
«Es como si yo fuera la profesora», dice Castillo, que abandonó la escuela a los 11 años. «¿Qué tengo qué decir cuando no entiendo» el tema?, se pregunta.