
El gran reloj de la basílica de San Pedro, en el Vaticano, marca la medianoche, pero la plaza sigue llena. Miles de personas hacen fila para despedir al papa Francisco, fallecido el lunes a los 88 años, cuyo cuerpo reposa en la capilla ardiente dentro del templo.
«Me siento triste por la pérdida del papa, porque fue una persona que espiritualmente me tocaba el corazón», dice Edgar Coronado, un peruano que vive en Roma y lleva casi tres horas esperando bajo la columnata.
El féretro del pontífice está colocado frente al baldaquino central, protegido por una barrera de madera y vigilado día y noche por guardias suizos. La Santa Sede ha permitido que la gente pueda pasar frente a él hasta el viernes, y debido a la enorme afluencia, ha decidido mantener la basílica abierta hasta pasada la medianoche.
Ya en la madrugada, la fila sigue avanzando en silencio por la nave central del templo. Afuera, en la Plaza de San Pedro y la Plaza Pío XII, la multitud busca la forma más rápida de entrar mientras baja la temperatura en la llamada Ciudad Eterna.
Para evitar el caos, hay un amplio operativo de seguridad con policías, militares y miembros de la Protección Civil, que organizan la fila, reparten agua y piden paciencia.
«El papa fue una persona que merece todo esto, pero se hace duro», comenta Michele, que lleva una hora y media esperando y aún no ha llegado a la columnata. Aun así, dice que vale la pena despedirse del “papa de la gente”, un “hombre de paz”.
A veces, el ambiente se llena de aplausos cuando la fila avanza. «Es triste porque era especial», dice Mary, una joven de California que llegó con un grupo de estudiantes por Semana Santa.

Muchos no saben que la basílica de San Pedro seguirá abierta más allá de la medianoche. «Veremos, no sabemos qué está pasando, pero si es así, creo que en dos o tres horas podremos verlo», comenta Irma, llegada desde Texas.
Quienes logran entrar, lo hacen por la Puerta Santa, abierta solo en los Jubileos. Muchos la tocan al pasar, como gesto de fe. Adentro, recorren la nave bajo la mirada de estatuas de apóstoles y santos, hasta llegar al lugar donde reposa el pontífice.
El papa Francisco yace en su ataúd de madera, vestido con paramentos púrpura, una mitra blanca, un rosario entre las manos y los zapatos negros que usó toda su vida como cura y obispo de Roma.
El acceso está controlado por trabajadores que repiten: “Please, no photo”. La gente pasa en silencio, se santigua o inclina la cabeza, y sigue su camino hacia la salida. No hay tiempo para detenerse: miles más esperan entrar.
Aunque el ritmo disminuye pasadas las dos de la madrugada, las luces de la basílica siguen encendidas. La noche ha sido larga, y las que vienen lo serán también. Roma entera quiere despedirse del papa que ya descansa en paz.